Para entender mejor la verdadera dimensión y alcance de los conceptos de diversidad e inclusión en cualquiera de las situaciones en los que estos se dan o pretenden tener relevancia, es necesario introducir en la ecuación otro término fundamental: interseccionalidad.
Debemos a la académica Kimberlé Williams Crenshaw la creación del concepto de “interseccionalidad”. Según la definición aportada en 1989 por esta profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad de California, especialista en Teoría Crítica de la Raza, interseccionalidad es “el fenómeno por el cual cada individuo sufre opresión u ostenta privilegio basándose en su pertenencia a múltiples categorías sociales”. Por lo tanto, la idea de interseccionalidad ahonda en la necesidad de contemplar la diversidad y la inclusión a partir de la suma de características, personales y grupales, que definen a las personas, perfilan sus identidades, y las posicionan en diferentes contextos (sociales, laborales, culturales, etc.), con relación a las demás. La interseccionalidad supone una superación de la visión que restringe la inclusión a factores de diversidad independientes y, a menudo, sin relación entre sí, cuando no enfrentados.
En cada contexto social existe un perfil humano, resultado de la suma interseccional de factores de diversidad, que goza de una disposición ventajosa, de poder o de privilegio, con respecto otros perfiles interseccionales. A nivel general, podemos afirmar que ser hombre, blanco, occidental (europeo o norteamericano), heterosexual, de entre 30 y 45 años, sin discapacidad, con estudios superiores, cristiano o no creyente, de clase media o alta, etc., implica un punto de partida que confiere más ventajas y posibilidades para influir y ser relevante en la mayoría de escenarios sociales, económicos y empresariales, políticos, culturales… dentro del mundo occidental desarrollado. En las antípodas de este perfil, fruto también de la interseccionalidad de diversos factores, nos encontraríamos a una mujer, racializada o perteneciente a una etnia minoritaria, proveniente de un país subdesarrollado, con discapacidad, homosexual, etc., que se hallaría en una situación de partida que la excluye de todos estos ámbitos de participación y decisión, o que minimiza su papel en ellos. Y entre ambos perfiles extremos hay una infinidad de sumas interseccionales, definitorias de un abanico extensísimo de identidades, que según tengan una posición de cercanía o lejanía con respecto al perfil que ostenta los privilegios (el del hombre blanco occidental…) encontrarán más oportunidades o más dificultades para participar plenamente en los diferentes marcos sociales.
El concepto de inclusión propone generar un plano en el que cualquier persona tenga las mismas posibilidades de participación, decisión y desarrollo, aportando valor diferencial a partir de su diversidad y su singularidad. La realidad nos muestra, sin embargo, que la interseccionalidad supone un factor que condiciona de manera decisiva que se dé este plano de igualdad de oportunidades: no todas las personas parten desde la misma posición, ni tienen que sortear los mismos obstáculos para llegar a tener protagonismo en los distintos ámbitos de acción.
La cuestión es compleja, sin duda, ya que nos obliga a abandonar las tradicionales concepciones estancas sobre diversidad, invitándonos a tener en cuenta que lo verdaderamente definitorio de la inclusión es la transversalidad, el cruce y la suma interseccional de factores de diversidad, y su participación en igualdad de oportunidades en cualquier ámbito social. Pero, además, existen contextos concretos en los que el perfil interseccional dominante no coincide con el perfil general (el del hombre blanco occidental…), lo cual añade un grado más de complejidad. Pensemos, por ejemplo, en sectores profesionales tradicionalmente feminizados (tercer sector, enfermería, docencia en educación infantil y primaria, atención a personas dependientes, etc.), en los cuales ese hombre-blanco-occidental que ostenta los privilegios se transforma en una mujer-blanca, o, incluso, en una mujer proveniente de algún país del mundo subdesarrollado. En estos ámbitos concretos, aunque suelen ser minoritarios en el contexto global, la ostentación de privilegios viene dada por una suma interseccional que difiere con respecto a la dominante a nivel general.
Por tanto, la apuesta por la diversidad inclusiva (facilitar las mismas oportunidades a todas las personas, a partir del valor que aportan sus diferencias) implica una fórmula distinta para cada situación específica, para cada modelo de empresa u organización, que sirva para incorporar a su funcionamiento y toma de decisiones a aquellas personas que, en virtud de sus sumas interseccionales, se encuentran más a alejadas del perfil de identidad que ostenta, en cada caso, los mayores privilegios.